Han pasado 32 años desde que Pablo Escobar, el narcotraficante más peligroso y poderoso de su tiempo, cayó de un tejado en Medellín. Su muerte marcó el final de un capítulo sangriento, pero no borró los efectos devastadores de su imperio criminal. Escobar creó una red de violencia y corrupción sin precedentes, convirtiendo al país en un escenario de guerra urbana donde el miedo se convirtió en parte de la vida cotidiana.
A lo largo de su reinado criminal, Escobar sembró el terror con asesinatos, secuestros, asaltos y campañas narcoterroristas que cobraron miles de vidas inocentes. Su personalidad, caracterizada por una mezcla de carisma, ambición desmedida y crueldad extrema, le convirtió en una figura capaz de manipular y dominar tanto a aliados como a enemigos.
Su poder se extendió más allá del narcotráfico e infiltró la política, la economía y el tejido social de Colombia. Recordar su historia no es una enfermedad, sino una responsabilidad histórica. Las heridas que dejó permanecen en muchas familias y comunidades, y su legado criminal sigue siendo una advertencia de los efectos del narcotráfico y la violencia organizada. Contar esta historia una y otra vez es fundamental para honrar a las víctimas, fortalecer la memoria colectiva y reafirmar el compromiso de que un período tan doloroso no vuelva a suceder.




