Cuando Aurora nació, fue todo un acontecimiento en su pueblo, donde nunca antes habían visto a una bebé como ella. Era tan blanca como la luna en su máxima claridad.

Su piel contrastaba con la piel morena de sus padres y de todos los habitantes del pueblo. Sus ojos, de un azul tan profundo como el cielo nocturno, brillaban con una intensidad que atraía miradas curiosas y comentarios inapropiados. Su madre, Angélica, la contemplaba con un amor incondicional, fascinada por la belleza de su pequeña.

Sin embargo, para su padre, Francisco, la llegada de Aurora fue impactante. La blancura de su piel, tan diferente a la suya y a la de todos en el pueblo, sembró dudas en su corazón. Influenciado por comentarios malintencionados, supersticiones y la falta de información sobre el albinismo, condición genética con la que nació Aurora, Francisco abandonó a Angélica y a su pequeña hija, convencido de que Aurora no era suya.

Angélica se dedicó a criar a su hija con dedicación y amor. Le enseñó sobre el albinismo y la falta de melanina, el pigmento que da color a la piel, el cabello y los ojos. Le explicó que su blancura no era un defecto, sino una característica única que la hacía especial.