Un día como hoy (17 de junio), pero en 1885, llegó al puerto de Nueva York uno de los monumentos más emblemáticos del mundo: la Estatua de la Libertad. Envueltas en un simbolismo poderoso de libertad y hermandad entre naciones, sus 350 piezas, distribuidas en más de 200 cajas, cruzaron el Atlántico desde Francia a bordo de la fragata Isère, para ser ensambladas en suelo estadounidense.
Diseñada por el escultor francés Frédéric Auguste Bartholdi (con ingeniería estructural de Gustave Eiffel, el mismo creador de la icónica torre parisina), la estatua no solo representa los ideales de libertad y democracia, sino también la alianza histórica entre Francia y Estados Unidos. Su rostro, según se ha documentado, fue inspirado en la madre del escultor, mientras que las siete puntas de su corona simbolizan los siete continentes y los mares del mundo.
Pulitzer y el poder de un dólar
Aunque su instalación definitiva ocurrió en 1886, la historia del monumento comenzó más de una década antes. Los trabajos iniciales arrancaron en los años 70 del siglo XIX y, para 1876, ya se habían completado la cabeza y el brazo con la antorcha. Estas partes se exhibieron en varias exposiciones internacionales (como la del Centenario en Filadelfia y en el Madison Square Park de Manhattan) para incentivar el apoyo popular y recaudar fondos para su pedestal, que sería financiado por los estadounidenses.
Uno de los actores clave en esta etapa fue Joseph Pulitzer, editor del New York World, quien impulsó una campaña de micromecenazgo que logró movilizar a más de 120,000 personas. La mayoría donó menos de un dólar (pero el impacto fue suficiente para avanzar en la construcción del pedestal en la isla de Bedloe, hoy conocida como Liberty Island).
Del cobre al verde esperanza

Tras completar su ensamblaje, la Estatua de la Libertad (bautizada oficialmente como Libertad iluminando al mundo) fue inaugurada el 28 de octubre de 1886 por el presidente Grover Cleveland. Con casi 100 metros de altura, se convirtió en la estructura más alta de la ciudad de Nueva York en ese entonces. Su superficie, originalmente de color cobre brillante, fue adquiriendo el característico tono azul verdoso por la oxidación natural del metal.
Un ícono que desafía el tiempo
Desde entonces, este coloso ha dado la bienvenida a millones de inmigrantes que llegaban a Estados Unidos con la esperanza de un nuevo comienzo. Para muchos, su silueta fue la primera visión de América (un faro de esperanza, dignidad y libertad).

Hoy, al cumplirse 140 años de su llegada al puerto neoyorquino, la Estatua de la Libertad no solo permanece como uno de los íconos turísticos más visitados del mundo, sino también como un testimonio vivo del poder de la colaboración entre pueblos y de la persistencia de los valores que han marcado la historia moderna.
Una antorcha sigue en alto (desafiando al tiempo y a las tormentas), recordando al mundo que la libertad (aunque muchas veces frágil) puede cruzar océanos y mantenerse firme en tierra firme.