La República Dominicana vive una etapa de contrastes que merece un análisis profundo y honesto. Mientras el país exhibe avances en infraestructura, turismo y digitalización del Estado, también enfrenta desafíos estructurales que amenazan con ensombrecer esos logros. La estabilidad política y el crecimiento económico, aunque palpables, no siempre se traducen en mejoras tangibles para la mayoría de los ciudadanos.
Uno de los pilares del actual gobierno ha sido el combate contra la corrupción, una bandera que el presidente Luis Abinader ha ondeado desde su llegada al poder. Si bien se han emprendido acciones importantes —como el fortalecimiento del Ministerio Público independiente y la judicialización de casos emblemáticos— la percepción ciudadana se mantiene escéptica. El sistema de justicia aún arrastra problemas de credibilidad, lentitud y falta de transparencia, lo que genera dudas sobre si este proceso depurativo llegará a buen término o si solo es un ejercicio cosmético.
En materia económica, los indicadores macro presentan un panorama optimista. El crecimiento del PIB, el auge del turismo postpandemia y la estabilidad cambiaria son logros que el gobierno no duda en destacar. Sin embargo, esa bonanza no se refleja de forma equitativa. Los altos niveles de informalidad laboral, el encarecimiento de la canasta básica y los bajos salarios siguen afectando a millones de dominicanos. La brecha social no solo persiste: se ensancha.
El tema de la seguridad también merece atención. La criminalidad ha adoptado nuevas formas, con un auge de los delitos tecnológicos y una presencia creciente del narcotráfico internacional en el país. Aunque las autoridades han reforzado la presencia policial, muchas comunidades siguen sintiéndose desprotegidas, especialmente en sectores populares donde la violencia es cotidiana.
No se puede hablar de la situación dominicana sin mencionar la crisis en Haití. La inestabilidad del vecino país ha tenido un impacto directo en la política interna dominicana, exacerbando posturas nacionalistas y generando tensiones diplomáticas. La gestión migratoria, aunque necesaria, ha sido muchas veces torpe y carente de un enfoque humanitario. El reto es grande: proteger la soberanía sin perder de vista los derechos humanos y las implicaciones geopolíticas.
En educación, los desafíos son tan antiguos como urgentes. A pesar de contar con un presupuesto que supera el 4% del PIB, los resultados siguen siendo mediocres. Escuelas sin maestros, aulas sobrepobladas y brechas digitales marcan la experiencia de miles de estudiantes. La promesa de una educación de calidad para todos aún parece lejana.
En resumen, la República Dominicana navega entre el optimismo del desarrollo y las amenazas del retroceso. El país necesita más que buenas intenciones: requiere una visión de Estado que mire más allá de los ciclos electorales y enfrente, con valentía y consenso, los problemas que durante décadas se han postergado. La ciudadanía, cada vez más crítica e informada, está lista para exigir resultados. El futuro dependerá de la voluntad de escucharla.